Sergio.
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El mito empezó por el año 1530. Mezclada con otros rumores, se formó en Colombia la leyenda de El Dorado, un reino, un imperio, una ciudad hecha de oro puro.
Españoles, ingleses y portugueses perdieron hombres y años buscándola. Frustrados tras una aventura, la codicia y el sueño de lo imposible los hacía volver solo para sumar nuevas penurias.
La expedición más famosa en busca de El Dorado fue la de Francisco de Orellana en 1541. Terminó en un desastroso viaje por el Amazonas. Partió junto a Gonzalo Pizarro, pero al cabo de un año y ante la falta de resultados, debieron replantear la estrategia.
Habían perdido 140 de los 220 españoles y
3.000 de los 4.000 indios que componían la
expedición.

Orellana partió con unos cincuenta hombres, pero incapaz de remontar el río, envío mensajeros a Pizarro esperando que volviera a reunirse con él. Pero Pizarro ya había vuelto hacia Quito por otra ruta y el reencuentro fue imposible.
Orellana siguió camino. Al cabo de siete meses y un viaje de 4.800 kilómetros, navegó río abajo por el Napo, el Jurua, el Negro y finalmente, el Amazonas.
Llegó a su desembocadura el 26 de agosto de 1542, bordeó el continente hasta Venezuela y terminó su aventura.
Fue en este viaje en el que el Amazonas adquirió su nombre. Se cuenta que la expedición fue atacada por feroces mujeres guerreras, similares a las amazonas de la mitología griega, pero es posible que simplemente luchara contra guerreros indígenas de pelo largo.
Robert Dudley fue el primer explorador inglés en emprender la búsqueda. Tenía 140 hombres a su cargo en la expedición y un primer piloto temible llamado Abraham Kendall que consideraba de mala suerte que las personas murieran en el barco así que arrojaba al mar a todo aquel que estuviera enfermo o herido para que se muriera en el mar…por las dudas.
Apenas llegaron a América, Dudley capturó a un indio que hablaba español, llamado Baltazar. Amenazado de muerte, Baltazar dio indicaciones de cómo llegar a la ciudad. Ya se imaginan como terminó esto. En medio de la selva, el indio logró escapar y los dejó perdidos.
El objetivo de la expedición cambió: ya no se trataba de encontrar el Dorado, sino salir de ahí como sea. Estuvieron dos meses totalmente perdidos hasta que, siguiendo pequeñas corrientes y afluentes, llegaron al Orinoco y luego, al mar.
Años después, Walter Raleigh también emprendió otra famosa búsqueda que tampoco encontró el oro de la ciudad.

Estas pobres síntesis de viajes tan largos y memorables (repleto de aventuras no contadas aquí por cuestiones de espacio) dejan, sin embargo, vislumbrar algo. El cambio de los objetivos en estas expediciones, era constante. Salían a buscar El Dorado, pero rápidamente comenzaban a buscar otras cosas.
Tiene sentido buscar cosas que uno no sabe donde están. Suena obvio, pero no lo es tanto. Usualmente, emprendemos búsquedas convencidos de saber donde está aquello que buscamos. Y eso es peligroso. Hemos dicho ya es esta página, que lo mejor de una aventura es la aventura misma y no llegar al objetivo. El transcurso de tiempo que va desde el primer paso, al último. Todo eso que está en el medio, es lo que vale la pena ser vivido. El final es solo relleno.
Y en tal sentido, aquellos que están convencidos de estar en el camino correcto, que ciegamente siguen sin escuchar consejos, que ven como enemigos a aquellos que piensan que el recorrido debería ser otro, esos no miran nunca las estrellas, no se detienen por nada ni por nadie. Vienen orientados de fábrica, no les hace falta brújulas ni observaciones.
Puede parecer lo contrario, pero el hombre noble modifica su utopía cada dos cuadras. En poco tiempo, se da cuenta que es mejor girar y arremeter sobre nuevos caminos. Admite su error con cierta gracia y vuelve a caminar. En sentido contrario si hace falta.
Quienes salen a buscar con los ojos bien abiertos, encuentran algo siempre y los parámetros de éxito o fracaso cambian radicalmente. No pasan por encontrar aquello que se buscaba originalmente como un triunfo cercano, inmediato y banal. Pasa por la calidad del viaje emprendido. Orellana nunca encontró El Dorado, pero entró en contacto con comunidades indígenas nuevas, recorrió el Amazonas de punta a punta y le dio nombre. ¿Importa no haber encontrado la ciudad?
No simpatizo con esas personas en apariencia “decididas”. Prefiero a los que buscan sin saber de antemano a dónde demonios tienen que ir. Los que tantean en la oscuridad con miedo y con intriga. ¿Saben por qué?
Porque preguntan y escuchan…